sábado, 4 de diciembre de 2010

Convulsión...




Se puso el vestido azul, el azul los aleja por algún motivo. Salió maquillada hasta los dientes dispuesta a conquistar más que la noche, dispuesta a ser ella misma, ella vestida de azul. Azul como el mar, salado, como sus ojos, y un plato de pimiento relleno. Se sentó atrás escondida debajo de una lámpara incandescente verde, para despistar, para pispear, para relojear, no estaban, perfecto. La música estaba un poco fuerte, pero los sonidos eran agradables, acordes a la situación. Vestida de azul en su primera fiesta negra, sin nadie conocido cerca.



Encendió un cigarrillo, y casi al mismo tiempo un tipo se acercó. El italiano se sentó, casi sin mirarla, de una mano le colgaba un reloj fino, bastante caro y la otra fue a parar a su pierna derecha. El aire de pronto se puso pesado, la humedad era más fuerte que sus nervios. No dijo nada, hasta después del segundo beso y de la tercera convulsión, el italiano era bastante hábil. Se sintió feliz, una felicidad azulada, mientras que el corpiño caía sin remedio, abriendo el camino a esas manos extrañas.



Era una montaña gigantesca, una montaña móvil de carne y hueso, no sabía cuantos habían abajo, y cuantos encima, una masa latente, de dimensiones incalculables. Todo resultaba como lo había planeado, era una forma de pensar en realidad, nunca imaginó que su cuerpo estuviera en este estado. Toda usurpada, ultrajada, con el sexo a flor de piel, manchada por todas partes y jugando a manchar a otros y otras.



Olvidó su vestido y olvidó el color, olvidó al italiano, perdió su cuerpo esa noche, y el color de la fiesta, pero esa noche nunca más la olvidaría. En medio del cotejo de los cuerpos y sus correspondientes medidas pudo ver un conejo tatuado, ese que nunca más olvidaría, el mismo que hoy puede ver en la espalda de mamá. 

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