lunes, 1 de septiembre de 2008

“La despedida”

De Ariel Sebastián Posse Varela

Me despidieron. Es verdad que yo merecía toda una fila de empleados con carteles con mi nombre; o con letreros de “buena suerte”; “éxitos”; “no vuelvas mas”. Lo cierto que de la viejita no me acuerdo mucho, recuerdo: Era una sola bola de arrugas peleándose, en el rostro o colgándole del brazo como una fila de lianas vírgenes de una selva tropical.
Trabajo hace 17 años en el mismo supermercado. La empresa del nunca acabar. Negocio redondo. La historia sin fin. En los días pico como navidad o comenzando clases no se podía laburar. Realmente era un infierno de gente. Toda aglomerada buscando cosas que a veces no le hacia falta. Esa era la forma correcta de llevar un buen supermercado, había que ingeniárselas para que la persona que, hasta por casualidad haya entrado, se lleve aunque sea un pedazo de mierda envuelta o pedazos de bosta saborizada, con olor a frutas tropicales.
Mi trabajo específico era la parte de los lácteos y los huevos. Ya me había acostumbrado a los clientes. Por que hay que tener paciencia de cura para aguantar a esas personas desesperadas por consumir lo que fuere. No hubo persona alguna que entrase y no llevase algo, era una premisa de esta abacería. Cuando nosotros, cada uno de los integrantes de esta comunidad comercial se les ocurrió empezar a trabajar aquí, recibió un curso de capacitación para encajar cuanta cosas se nos ocurriese, para que el cliente abandone parte de sus ingresos en nuestro local.
Estábamos entrenados. Era casi una obligación que los parroquianos malgastaran dinero. ¡Fortunas! , montañas de dinero, se depositaban en las manos de los cajeros. Y era la desesperación que imponíamos. Todo lo que nos rodeaba tenia un objetivo principal: “El consumo masivo”, desde el color rojo chillón de los carteles hasta las rayas que se formaba en el piso por lo rustico de los azulejos. Todo, el olor por sector que se desprendía antes de abrir las puertas. Rociábamos olores. Los clientes por medio del olfato recordaban la necesidad de consumir lo de cualquier góndola. Por ejemplo, Si estaban frente a las cajitas de salsa de tomates entonces se impregnaba el lugar con olores de salsa portuguesa, salsa napolitana y hasta las que inventaban Graciela que era la encargada de los olores que hacia referencia a cosas saladas. Claro nadie sabe que su eficacia salía del olor a chivo que tenía ella, más aroma a sal. La mezcla era perfecta.
Entonces el consumidor al instante, le entraba el recuerdo, la añoranza de momentos compartidos con sus seres queridos en los almuerzos de los domingos, o días feriados, o cuando le hicieron la broma a la vieja: de que el menor de los pibes se había accidentado y para mostrarle las heridas de sangre embadurnaron de salsa al mas pendejo, mientras este gritaba desaforado, exagerando al máximo, intentando el paro cardiaco o la suba de presión en la victima de semejante chasco.
El que era fantástico a la hora de los olores era “el cubano Mansilla”. Era un experto en la creación de fragancias, aromas, esencias. Aunque en realidad su sector se encargaba de las pestilencias, hedor, Hediondez; ya que los utilizaba para vender trapos de piso y elementos de limpieza. Entonces era todo un maestro en la creación de vómitos humanos o de perros, diarreas, carne en mal estado, etc. Hasta imitó el olor de “La juanita” ese insecto inmundo que todos hemos tenido las desgracia de pisotear alguna vez. O el olor de “El zorrino” otro de los olores pestilente que no queremos olfatear, ni recordar.
Mi sector era una tortura, el olor de colesterol y cosas hechas a base de huevo o leche, desde un biscochuelo hasta el olor a vaca de campo. Un espanto. Entonces las señoras recordaban el primer cumpleaños de la nena, o ese fin de semana en el campo cuando al marido se le ocurrió hacerlo al aire libre y lejos de la casa. En medio de bosta vacuna. Cuando la hizo rumiar como condenada. De tanto en tanto la sentíamos suspirar con los ojos perdidos.
El ortivo que se encargaba del olor de este sector era Luís. Trampero por demás. Era verdad que conseguía el olor preciso pero lo hacia chupando licor de huevo y eructaba de corrido antes de que pase el supervisor. Y hay en medio de ese espanto trabajábamos nosotros, Javier y yo.
Una especie de “Superman” de historieta con la criptonita al lado porque me ponía de color verde a veces el olor y Javier. Ni bien lo conocí supe que no iba andar, no teníamos “Filling”, no había conexión entre nosotros. En lo laboral digo, un hijo de perra, como compañero de trabajo. Afuera, otra cosa era bueno. Que como yo vino a trabajar a este estupido lugar solo por que no tenía muchas ganas de buscar. Aquí aceptaban de todo, basta con el espíritu emprendedor de querer progresar y ya estabas adentro. Aunque los que progresaban eran los dueños. Los que se van. Y los clientes que vos veías a menudo.
Como la vieja esta. “La culpable” como le decía yo. Ni bien la veías a menudo te daba ganas de preguntarle por Tut Anj Amòn, que de seguro que lo conocía y no por los libros de historia precisamente. Las pasas de uva eran lisas a comparación, y se notaba que la Vieja lo sabía, por que las facciones de su rostro era una torta mal adornada, uno se la imaginaba con la cara aplastada por la plancha tratando de solucionar algo. Con maquillaje de los caros, lo que ella mismo creería que le iba a ayudar a esconder los siglos de vida que cargaba en esa carita de mujer adinerada. Se notaba que tenía mucha lana. Lo menos que le brillaba era los ojos, y seguro por que ya debe haber visto de todo la anciana, desde la creación de la rueda hasta la primera brújula.
Lo que necesitaba el Vejestorio este era eso: ¡Una brújula! Estaba más desorientada que un barco en medio de un maremoto, y la pregunta que nos hacíamos todos era como sobrevivió. Por que con el carácter que tenía daba ganas de matarla al instante. Claro que nosotros soldados bien entrenados solo sonreíamos ante su presencia. Previo intento de fuga masiva. Cualquier pretexto era valido para emprender la retirada, la huida hacia cualquier lado con tal de no atenderla. Cuando digo que con Javier no me llevaba muy bien, porque así como estaba la vieja hay toco de personas que no son agradables para atender. Y Javier en esta ocasión me la mando a guardar. Me la hizo como quiso, y se la jure hasta la muerte. Porque yo varias veces lo había cubierto con “El Gordo Gonzáles” ese ser despreciable, por donde se lo mire. Pensaba que por que tenía una camionada de guita nos podía llevar por delante. Pretencioso de las miradas te diría, hasta se sentía modelo. Le gustaba seducir con su dinero y no perdía ocasión para mostrarle al resto de la concurrencia, y sobre todo a las mujeres asistentes que tenia una fortuna. Y en medio de sus discursos cotidianos que: Era separado y no tenía con quien dejar a los tres pibes de edad escolar, por supuesto asistían al José Hernández donde le brindaban la mejor educación de la provincia. Que ya lo habían dejado cinco niñeras porque según el pretendía mucho mas de lo que le brindaba. Sabíamos que aparte de obeso era bien amarrete y de seguro les pagaría una miseria. Nos dimos cuenta cuando exageraba al momento de pelear por los precios, que claro por ninguna razón debíamos bajar.
Entonces en el mismo frente de batalla estábamos los dos. Pero en varias ocasiones, en las situaciones más incomodas Javier, sagaz utilizaba métodos indescifrables casando excusas irrepetibles que no dejaban defensa alguna a mi favor y yo como buen boludo lo dejaba escapar y recibía los cañonazos a pecho limpio. Era torturante, es cuando te das cuenta que el curso de “Atención al Cliente” es toda farsa, que los ejemplo que se utilizan no tienen nada que ver con la realidad como con José. Santiagueño. Aunque no era del todo mentecato, atenderlo era como estar esperando el final de una misa. Viste cuando entras a la Iglesia un Domingo, día de descanso, día de fútbol, día de un buen vino para asentar el flor de asado de cordero que se te dio por morfar y estas ahí, sentado al lado de tu señora, arrodillada a tu lado, con los ojos cerrados, haciendo fuerza, y de vez en cuando deja caer una lagrima. Lagrima que por supuesto son de cocodrilo. Por que vos sabes muy bien que la tarada el único pecado que cometió fue haberse casado con vos. Y aunque los pecados los terminas pagando vos, ella rezando para que cambies lo tarado que resultaste ser. A veces con el auricular escondido, fingiendo que tenés una terrible comezón en la oreja izquierda. Pegando un pequeño saltito ante un posible gol del “Lobo Jujeño” . Repitiendo “Amén” mil veces y cada vez mal alto para que el maldito cura se deje de joder con sus discursos celestiales.
Bueno con José era así, una eternidad y lo mas gracioso es que casi nunca compraba nada. Ya sospechábamos que era un espía comercial que solo venía a asesorarse sobre los precios y alguna que otra novedad, o algún método para encajar mercadería. Pero no. El “Origen”, el problema era el “Origen” el zapallo este era de Santiago del Estero y medio que hablaba y medio que seguía soñando. Por ahí te preguntaba el precio de algo demasiado caro y te pedía entre seis o siete kilos, y claro nosotros abríamos los ojos como gato pisado en la cola, y ante la duda nos dábamos cuenta que semejante solicitud no es más que un episodio más de los sueños diarios que sufría este hombre. Entonces entre asombro y asombro, entre que le creíamos y que soplábamos la cara o le traíamos un vaso de agua para que se despierte y se apure. Toda la fila era un mar de puteadas hacía nosotros. Claro, por que la culpa por atender a todos estos pelotudos era nuestra. Maldito sea el que dijo:” El cliente siempre tiene la razón.” Nos cagó la existencia, y seremos culpables de todo aunque de solo verlos nos de ganas de asesinarlos, pero con una muerte lenta, usando las torturas mas dolorosas y sanguinarias.
Cualquiera que lee mi historia puede decir pero este pibe esta totalmente enfermo, y la bronca que le agarró a la pobre señora esta no tiene ninguna justificación: “Mentira”. Debo admitir que la vieja no era tan mala. No. Era hincha pelotas. Se dignaba a hacer todas las preguntas posibles sobre algún producto. Y siempre tenía excusas para no comprarlo. Pero no era como José, no. Sino que al ser tan vieja tenía tantas enfermedades como camino andado. Justificación válida para hacer comentarios de dos o tres pormenores de sus dificultades. Y ahí de nuevo, la fila con cara de orto maldiciendo a todos los geriátricos del mundo por dejar escapar el espécimen éste.
Tengo que ser sincero con ustedes. La mujer añeja me daba pena. Y así como ella en la fila había otro toco de terribles hijos de sus respectivas madres. Entonces para joderlos de entrada la atendía con cordialidad, escuchando con atención, aguantando sus recuerdos arcaicos, de cuando no había pornografía en la televisión y la violencia que se ve hoy en la calle, los robos, las carretas y el hombre en la Luna. Las ganas contenidas de mandarla de un solo patadón a la misma mierda, hacían de mí un verdadero Héroe.
Pero claro eso lo los jefes no lo ven. Que carajo pueden interesarles este mueble antiguo, si fuera por ellos la meten en una subasta de cosas rancias y ven que porcentaje pueden sacar.
Ya de entrada escuchaba las quejas y la vieja empezó con su discurso cotidiano, y como realmente no había mucha gente en la fila me dispuse a atenderla. Paciente. Tranquilo. Teniendo cerca un martillo para cascarme algún dedo a ver si me contenía y aguantaba las ganas de mandarla a la reputísima madre que lo parió. Hasta le hacía chistes. Le preguntaba por la familia, que no me interesaba un comino. Entonces como sospechando me miró distinto, con esa mirada que se dan los competidores de carreras de autos, antes de que flamee la bandera de largada de la zorra que está delante de los autos. Las grietas de la cara se le movieron de lugar, una sonrisa de psicópata se le dibujo en el rostro y se preparo a joderme la vida, como jugador de fútbol americano frente al oponente que debe derribar. Le agradaba, por que la muy malvada sabía que lo hacía por obligación y más me gozaba. Podía verse de tanto en tanto la dentadura postiza entre los labios. Moviendose de gusto. Tratando de esconder la sonrisa sarcástica. En ocasiones dejaba caer un hilo de baba. De placer. Revisando que no se me escape mueca alguna. Mientras temblaba y fingía impedimentos para acomodar la mercadería en la bolsa.
La mano la tenía como guante de Baseball, mis ojos ya dejaban caer lágrimas de dolor. Las malas palabras se entremezclaban en el diálogo. Perdía conciencia por momentos, me imaginaba arrastrándola por los pasillos, limpiando el suelo con su cabeza. Abriendo latitas de puré de tomates con su dentadura, y con la dentadura puesta. Imaginaba que le perdía fideos “Spaghetti” en la nariz hasta hacerla estornudar. Y lavarle el nazo con lustra muebles. No saben lo que daría por acostarla sobre el mostrador, y bailarle un tema de música celta de dos horas, por encima.
Pero no, el tumulto artrosico y artrítico se esmeraba. Era casi una pelea cuerpo a cuerpo. Lucha libre. Ganaba el más irónico. Una lucha batalla por ganar entre “La buena atención” contra el lema “Respeten a los ancianos”. No podía ceder. Sentía que estaba en juego mi honor. No podía ser vencido por la telaraña. Arpía. Hoy estaba inspirada. Y yo. Calmo. En la desesperación me descalce y metía los dedos del pie en los enchufes para armarme de paciencia.
El olor a licor de huevo y el perfume del vejestorio me estaba dando vuelta el estomago. Por momento me daban ganas de vomitarle en la cara. Por puro placer. Después que me echen si quieren. No sé como hice para contenerme las ganas de escupirle un poco de crema de leche que había desayunado.
A todo esto se acerca Ernesto, el cuida. Encargado de la seguridad de los consumidores ¡Sí! Seguridad del consumidor. Por que si fuera por todos los empleados cerramos las puertas y le prendemos fuego. Encima se los protege a ellos, y nosotros como ballena en Japón. Alcahuete, como ninguno. Me tenía bien junado. Y claro me imagino la cara que tenía yo. Miraba de reojo los cuchillos salameros y sonreía de costado, un esfuerzo que solo realizan los valientes. Y el tipo este cayó como anillo al dedo. Se la tenía jurada yo. ¿Viste cuando una persona no te cae bien y tenés que tratarla de todas maneras? Acechaba sabía que algo podía pasar. Algo que me perjudique. Viendo que la fila se preparaba a arrojarme los carritos encima, no se hizo el gil y se quedo cerca cauteloso.
Fue entonces que la veterana me hizo el último pedido, llegaba entonces la despedida, el final: _¡Por último dame una docena de huevos!_ los huesos de la mano izquierda le sobresalían de quebrados, la carne le colgaba como ropa tendida de un alambre.
Respire aliviado: Comenzaba una nueva cuenta regresiva hasta la próxima vista. Ni Ernesto. Ni la Doña. Ni Javier. Ni la fila. Ni yo. Podíamos creerlo: Todo estaba en Paz. El perfume de la victoria había llegado. Capaz que tanto olor me embriagó y ahora como José estaba en un tremendo pedo.
Entonces fue cuando dije, como quien deja escapar una golondrina gris y entregándole el último paquete con cuidado: _Vaya, doñita, vaya. Y por favor no me rompa los huevos…

FIN

13 de Octubre del 2008.-

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